La voz del heraldo sonaba clara.
La muchedumbre se concentraba en la plaza, escuchando sus palabras bajo un sol
abrasador, pero por nada del mundo se iban a perder el espectáculo. Era el
primer Jueves de Julio, y en Ardenleith la ejecuciones siempre eran el primer
Jueves de cada mes, al mediodía.
El heraldo, indiferente ante el
calor, relataba los diversos hechos del primer individuo que iba a ser
ajusticiado, un hombre mayor, casi anciano. Y parecía que no había perdido el
tiempo en su vida, pues la lista de crímenes era larga. Hiliar esperaba su
turno mientras observaba atentamente la plaza, la distribución de los
edificios. Las ejecuciones eran siempre en la Plaza del Pescado, cerca de la
puerta norte. Una plaza cuadrada, a su espalda y su izquierda estaba la
muralla, al frente, una posada, y a su derecha el teatro más famoso del reino.
Cinco personas iban a ser ejecutadas esa mañana, y él era el tercero en la
cola.
El heraldo, de pie sobre el
tablado, terminó de hablar. A su lado, el hombre casi anciano fue empujado con
violencia por el verdugo, que le puso de rodillas, con la cabeza apoyada sobre
un gran tocón de pino. Hiliar estaba disgustado. Había sido simple mala suerte,
sin duda. No podía creérselo cuando le arrestaron. ¿Pero cómo iba él a saberlo? El inútil borracho que salía de
uno de los peores tugurios de la ciudad...
¡Un conde! Cuando Hiliar salió de las sombras del callejón y se abalanzó
hacia él aún pudo ver los restos de su lujuria. Carmín y vino manchaba sus
ropas por doquier... El hacha cayó con un golpe seco y la cabeza del primer
convicto rodó por el tablado. La masa gritó enardecida.
El heraldo esperó a que
retirasen los restos y subiesen al siguiente prisionero. Una mujer joven, de
pelo rubio y ojos claros y vivaces. Debía de ser famosa en la ciudad, porque el
público gritó con aún más fervor. Las hortalizas volaban a su encuentro. Hiliar,
pensando en sus propios problemas, sabía que había sido cosa de mala suerte. El
conde de Marshuen, gordo y borracho, murió antes de que siquiera pudiera
robarle. Nada más amenazarle, al hombre le dio un infarto o algo así. Hiliar no
esperó, simplemente le quitó la bolsa y huyó. Pero él no sabía que era una
víctima con mucho poder.
El heraldo acabó, la rubia tenía
una lista más corta. Pero el resultado fue el mismo. Cuando se descubrió la
muerte del conde, utilizaron la ayuda de hechiceros para encontrarle, ante eso
él no tenía forma de huir. Ni siquiera le enviaron a la capital, como era
costumbre. Querían su ajusticiamiento inmediato. La única espera que habían
admitido era al primer Jueves del mes. En Ardenleith la ejecuciones siempre
eran el primer Jueves de cada mes. Retiraron los restos de la joven rubia, pero
sus ojos ya no eran vivaces.
El heraldo miraba a Hiliar a los
ojos mientras los guardias le empujaban hacia el tablado. Cómo iba a saber
él... Había tenido mala suerte... Y le
acusaron de la muerte y el robo, cuando de la primera él no había tenido toda
la culpa. A su izquierda, esa zona de la plaza estaba cerrada al público,
cubierta de andamios. Estaban reparando una torre en la muralla. La muchedumbre
gritaba. Su presentación también fue corta.
El heraldo hizo una seña, y Hiliar
quedó en manos del verdugo, que sin miramientos le puso en posición. El clásico ritual en el que el verdugo pedía
perdón de antemano; se lo concedió. Le
parecía que el hacha ascendía muy lentamente. De repente, dio la
impresión de que la plaza estaba silenciosa, que en calor asfixiante podía oírse
el vuelo de una mosca, como si la propia realidad se hiciese sólida. Todo
explotó en un momento. Hiliar no estaba dispuesto a morir tan joven.
El heraldo sólo pudo observar
cómo, al bajar el hacha, el prisionero rodó sobre sí mismo, y el hacha se clavó
profundamente en el madero. Hiliar
liberó las manos. Poco le parecía en ese momento el soborno que había pagado al
carcelero por aflojarle las ataduras. Se levantó rápidamente, sólo para tener
que evitar un terrible hachazo que le lanzaba el verdugo. ¡Qué suerte!
El heraldo no opinó lo mismo. El
verdugo no pudo controlar el hacha, alcanzando al hombre en el pecho, y
lanzándolo brutalmente hacia el público, que gritaba emocionado ante el
imprevisto espectáculo. Pero Hiliar no se quedó a mirar qué pasaba, se lanzó
como una flecha hacia los andamios de la izquierda, y empezó a trepar por su
interior. Sabía que no tenía muchas probabilidades de escapar, pero consideraba
que era mejor morir en el intento de huída que en el tablado.
Con la agilidad heredada de su
madre elfa, no tuvo problemas en llegar a lo alto de la torre en reparación,
pero desde allí el panorama pintaba mal. Por ambos lados de la muralla grupos
de guardias corrían hacia él, y otros escalaban lentamente por el andamio a sus
espaldas. A cincuenta metros de la muralla veía el bosque, pero no podía
simplemente saltar desde lo alto.
Pensaba de prisa qué hacer
cuando su solución llegó del cielo. Una enorme piedra golpeó con estruendo la
muralla, derribando todo el sector de su izquierda, guardias incluidos. Mientras el derrumbamiento le arrastraba aún
alcanzó a ver cómo más pedruscos se alzaban en el aire a más de una milla, y se
abalanzaban sobre la ciudad.
Cuando paró el derrumbe, vio que
estaba a sólo un salto del suelo, y milagrosamente sólo había acabado con un
par de golpes y un rasguño. Los guardias ya le ignoraban por completo. Ni
siquiera parecían saber aún quién les atacaba. Y a Hiliar no le importaba un
carajo.
Saltó al suelo, fuera de la muralla,
y salió corriendo hacia el bosque. Sabía que una vez allí se encontraría con un
ejército, pero era un poco más libre que unas horas antes, y no había que
desaprovechar la oportunidad.
¡Era su día de suerte!